Mañana será otro día

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Es domingo por la tarde. El reloj marca cuarenta y dos minutos pasadas las cuatro. Alfonso cierra tras de sí la puerta del vestuario y se sienta en uno de los bancos del mismo. Fuera, las
gradas cada vez acogen a más hinchas que, con sus pisadas, generan un ruido sordo que se mezcla con la música que hace vibrar los altavoces del estadio. Dentro, solo la profunda respiración del míster rompe el absoluto silencio que impera en la sala. Los puños cerrados sostienen su la cabeza, ligeramente ladeada hacia la izquierda e inundada de pensamientos y dudas. ¿Habremos acertado con el planteamiento? ¿Será hoy el día en el que rompamos la mala racha del equipo? Y la más dura, la que le ha llegado incluso a robar horas de sueño: ¿Qué pasará si no ganamos?

Hace un par de semanas que la sombra del cese planea sobre la cabeza de Alfonso. Su dedicación y profesionalidad para con sus funciones no se han correspondido hasta el momento con los resultados obtenidos. Y eso, en la élite, es sinónimo de fracaso. Hace tres temporadas que recaló en el banquillo que hoy ocupa, consiguiendo siempre las metas marcadas previamente, lo que le ha generado un cierto estatus dentro de la profesión. “¿Una mala temporada va a empañar todo mi trabajo? ¿En serio?”, se cuestiona para sí mismo. Y entonces, cuando parecía que iba a encontrar la respuesta, más cercana al sí que al no, el sonido de los tacos de aluminio sobre las baldosas del túnel de vestuarios rompieron su reflexión. Estaba a punto de comenzar la que podía ser su última batalla de la temporada.

El marcador no se ha movido en setenta y siete minutos. Hace diez que su equipo no pasa del centro del campo y el más que conocido runrún toma fuerza en las tribunas. El corazón de Alfonso late a una fuerza desmedida y sus cada vez más grandilocuentes gestos son el mejor ejemplo de que la situación es límite. Alfonso se desgañita desde la banda para que su equipo salga rápido de la zona defensiva para reducir los posibles espacios que pudieran aprovechar los rivales. Y en esa circunstancia, un error del central contrario en la salida se convierte en una eterna carrera hacia la portería rival. Giuseppe Bondi, un atacante italiano cedido por un gran club de la Serie A, tiene ante sí la posibilidad que lleva esperando toda la temporada. El portero cierra bien el espacio y obliga al ariete a tratar de quebrarle. Bondi cambia de dirección, esprintando hacia su derecha. El portero, a pesar de su intento, no puede arrebatarle la pelota y el estadio enloquece con el primer gol del partido. Alfonso se abraza en el banquillo con sus asistentes y, tras el sufrimiento final, no puede evitar derrumbarse en el vestuario con sus jugadores al darles la enhorabuena por el vital triunfo.

El reloj marca las nueve menos diez de la noche. Ha pasado un largo rato desde que finalizase el encuentro y Alfonso, con el nudo de la corbata aflojado, las mangas de la camisa subidas y la americana sobre su hombro derecho, camina sobre el césped del estadio. Se coloca en el centro del campo y suspira. Gira sobre sí mismo observando las gradas. Las bolsas de plástico y las almohadillas de los asientos dibujan un desorden que le hacen sonreír. El videomarcador está apagado, descansando tras haber remolcado uno a uno los nueve eternos minutos finales. Y mientras, una pregunta vuelve a abordarle: “¿Seguiría aquí si Bondi no hubiera marcado el gol? ¿Hubiera trabajado peor si ese balón se hubiera ido al palo? En fin. Mañana será otro día”.